febrero 23, 2005
Tercer día en la Isla de Coco. Miércoles, 23 de Febrero de 2005
Esta tarde el equipo de filmación se ha tomado un descanso, así que los demás a bordo del Ranger ( redactores y tripulación de apoyo ) aprovechamos para ir a Manuelita. No sé por dónde empezar.
Salimos a la caída de la tarde. El cielo estaba oscuro y pequeñas olas con crestas blancas rompían la superficie del océano. Houssine, que se defiende en tres idiomas, nos explicó cómo usar los equipos y nos puso en el bote. Aitor, un submarinista de los pies a la cabeza pero demasiado generoso para ponerse unas gafas sin esperar a los demás, nos llevó sobre las olas hasta Manuelita.
Con los respiradores y las gafas puestas, nos sentamos en un lado del bote y nos dejamos caer de espaldas, con las aletas hacia arriba.
¡ Hay tantas cosas que ver bajo el agua ! Demasiadas para saber adónde mirar. El fondo era rocoso como un paisaje lunar, con cráteres y grandes rocas aquí y allá. Cada pocos metros surgía del lecho marino una formación rocosa que parecía salida de otro mundo. Había peces por todas partes: grupos de peces soldado ( rojos con grandes ojos negros ), cirujanos de un profundo color púrpura con ribetes dorados, peces trompeta, algunos de color amarillo brillante, otros translúcidos y con puntos azules en un extremo,… Es imposible distinguir la parte delantera de un pez trompeta de la trasera. Esto puede ser un eficaz factor disuasorio para depredadores y admiradores por igual, y de hecho yo me encontré más de una vez buscando los ojos del pez en el extremo equivocado. Había langostas en grietas, anémonas entre las rocas, peces globo ( algunos amarillos, otros en blanco y negro y moteados ), elegantes angelotes de gran tamaño, peces mariposa… ¡ Tantos y tantos peces ! De vez en cuando aparecía algún pez loro con su aire paranoico; no me parece que se puedan mover demasiado rápido con esa cabeza tan grande. También había meros, peces grandes y lentos moteados en azul y verde o en marrón y gris, que ni siquiera se movían cuando nos acercábamos; se limitaban a lanzarnos una mirada cínica y con aires de superioridad.
Y también había tiburones, claro. Los que yo vi eran de punta blanca, pero otros buceadores vieron también tiburones jaquetones y de punta negra. Cuando nos zambullimos por primera vez había muy pocos. Cada cierto tiempo entraba en nuestro campo de visión un cuerpo liso y gris debajo o al lado de nosotros. Se mantenían cerca del fondo, deslizándose en torno a las esculturas rocosas sin un solo movimiento superfluo en sus cuerpos plateados y musculosos. Eran tiburones pequeños, de poco más de un metro probablemente. Se movían con giros rápidos y decididos de sus cuerpos, como a latigazos. Schaus schaus. Y seguían deslizándose. Schaus schaus. Deslizándose. Tuve que obligarme a respirar pausadamente y recordar lo que ya sabía: que los tiburones atacan a los humanos muy muy raramente, y siempre en defensa propia; que la inmensa mayoría de los ataques procede de especies más grandes y agresivas, como el tiburón tigre, el tiburón sarda o el gran tiburón blanco; que, al contrario del mito que inconscientemente yo había llegado a creer, los tiburones son criaturas inteligentes y precavidas que tienen más motivos para temer al hombre que nosotros para sentirnos amenazados por ellos.
La protección de la que disfrutan los tiburones en la Isla del Coco es, de hecho, uno de los puntos más sobresalientes del parque. Fuera de aquí se capturan tiburones en casi toda la región para comerciar con sus aletas. Las leyes sobre el tráfico de aletas de tiburón son permisivas, se aplican de forma selectiva o simplemente no existen. Las leyes de Costa Rica están entre las más severas de América Central: según la nueva ley de pesca, comerciar con aletas es técnicamente ilegal y todos los barcos están obligados a descargar sus capturas en muelles públicos. A pesar de eso, el gobierno carece del personal y los recursos necesarios para aplicar la ley, y en Punta Arenas abundan los muelles privados donde las aletas se transfieren de palangreros costarricenses a grandes buques que cruzan el Pacífico para llevarlas a Asia. ” Sí, la ley existe “, dice Samuel Morales, miembro de la tripulación de MarViva, ” pero si tienes dinero para construir tu propio muelle, no hay ningún problema. ” Otros países de la zona, como El Salvador, no tienen ninguna ley sobre comercio con aletas de tiburón, y corre el rumor de que la atención que se ha comenzado a prestar al problema en Costa Rica está haciendo que se trasladen allí los barcos que se dedican a este tráfico. En cualquier caso, la Isla del Coco es un refugio muy necesario para tiburones que viven en un área hostil. Recordando todo esto, comencé a aspirar oxígeno con más tranquilidad y me dediqué a disfrutar de mi proximidad a unos animales tan increíbles y vulnerables.
Al terminar la inmersión, ascendimos hasta una profundidad de 5 m. para hacer una parada de descompresión. Al mirar hacia abajo vimos que el fondo oceánico bullía con tiburones. Había más y eran más grandes, y torcían y giraban sus cuerpos mientras se movían sin ir a ninguna parte. Nos quedamos mirando incrédulos, suspendidos en el agua y meciéndonos arriba y abajo al ritmo de las olas y de nuestra respiración. Como si a ellos les importara.