julio 23, 2016
Un Óbolo Para Caronte
Aún se aprecia la humedad de la noche absorbida por los acantilados de Dwejra; verdes, imponentes, precipitándose en un mar en calma; se presentan como un regalo a la vista después de tanta tierra castigada por el sol de verano. Nos olvidamos del Ranger, y saltamos al agua con una moneda bajo la lengua como pago para el barquero que nos ha de abrir la puerta al inframundo; una ruta inesperada e increíble por una grieta sin fin, de techo en bóveda y paredes desplomadas que reposan en un lejano fondo de fina arena blanca. Avanzamos con cuidado, sabiendo que los no elegidos deberán vagar cien años por sus aguas. Una vez dentro, envueltos por una oscuridad a la que intentamos hacer frente con los focos de las cámaras, no encontramos almas errantes sino todo lo contrario, el lugar rebosa de vida imperceptible para el ojo común. Nosotros no existimos para ellos, y ellos no existen para la mayoría de nosotros. Poco a Poco nos quedamos sin aire, y aunque no nos importaría quedarnos, como Heracles, Cerbero o Psique, nuestro viaje debe ser de ida y vuelta.