marzo 2, 2005
Graduación de la Policía Ecológica de Coiba. Miércoles, 2 de Marzo de 2005
El mediodía nos sorprende sentados en los húmedos bancos de madera que hay en la cima de una colina en Coiba, rodeados por treinta policías uniformados. Uno a uno van avanzando hasta el podio que hay delante de ellos, saludan de forma extravagante y reciben el diploma enrollado en bambú que les entrega el Vicegobernador de la Provincia de Veraguas. Entre el público, además de la tripulación del Oceana Ranger, hay guardias del parque, miembros de MarViva, dos reporteros de televisión y un puñado de convictos que están llegando al final de sus condenas y se han distinguido por su buen comportamiento.
Estamos en la ceremonia de graduación de la primera promoción de la Policía Ecológica de Coiba. Este lugar fue una prisión; ahora es un parque natural, y la policía ecológica va sustituyendo gradualmente a la policía convencional. A diferencia de los guardias del parque, pueden llevar armas y dan a la implantación de las nuevas leyes del parque un toque de autoridad que todos parecen apreciar.
Pasamos en tierra toda la mañana, apenas el tiempo suficiente para hacernos una idea de quién vive en esta isla y por qué. En primer lugar están los policías normales, que se irán muy pronto. En segundo lugar los miembros de la nueva policía ecológica, algunos de los cuales permanecerán aquí. Y finalmente, los presidiarios. Después del cierre de la prisión de Coiba y del envío de los presos al continente, los policías que se quedaron descubrieron la cantidad de trabajo que hacía falta para mantener la base y solicitaron el regreso de los prisioneros con mejor comportamiento para que les ayudaran.
Uno de ellos, Antonio, nos sirvió de guía. La base es como una ciudad semiabandonada: hay barracas de cemento a lo largo de la playa, una iglesia sin techo presidida por siluetas de buitres, un puñado de edificios administrativos en distintos grados de ruina. Los propios edificios de la prisión han sido invadidos por parras, pero las barras oxidadas continúan siendo tan inquebrantables como siempre y aún es posible oír el ruido metálico de las puertas de las celdas al abrirlas. Según nos dice Antonio, en cada celda vivían entre 15 y 20 hombres. Sí, es verdad que los guardias se encerraban a sí mismos mientras los prisioneros vagaban a sus anchas por las noches. Y sí, es cierto que se daba todo tipo de violencia. En Coiba hay dos cementerios donde, en tumbas anónimas, reposan los hombres que murieron aquí.
Pero todo eso parece pertenecer a un pasado muy lejano. Ahora mismo, los nuevos policías ecológicos se mantienen firmes en sus uniformes caquis, gorros negros y botas negras hasta las rodillas mientras cantan el himno de la policía panameña acompañados por los pájaros. Colina abajo, a través de los árboles y las barracas de cemento, se ve el color azul de la bahía.
¿Quién se va a creer que en el Océano Pacífico hay una isla habitada por científicos, guardias, presidiarios y policías de la naturaleza que viven y trabajan juntos? Pero así es Coiba: una cárcel convertida en refugio vigilado por prisioneros, un santuario marino protegido por su propio horror durante un siglo caótico. Menuda historia. Menudo sitio.