febrero 28, 2005
De patrulla en Coiba. Lunes, 28 de Febrero de 2005
Nunca pensé que llegaría el día en que tendría que hacer estas cosas: lanzar un cubo vacío por la borda de un barco de forma que llegue al agua con el ángulo exacto para llenarse inmediatamente y volverlo a subir a bordo para derramarlo sobre mi cabeza llena de champú; extender crema bronceadora por mi espalda sin dejar ni un milímetro; dormir sólo una o dos horas pero en cualquier momento, ya sea de día o de noche. O saber cómo hacer un as de guía, que es la cosa más fácil del mundo cuando te la explican pero absolutamente imposible si te dejan sola con la cuerda en tus manos. Todas estas cosas son importantes cuando vives en un barco.
Pero hablemos de cosas un poco más serias. Ayer se hizo la primera patrulla marítima en Coiba desde la entrada en vigor de las nuevas leyes de pesca. Salimos por la tarde en el MarViva III, con tiempo despejado. Mientras avanzábamos hacia el noroeste desde la isla principal pasamos junto a otras islas más pequeñas, Rancherita y Coibita. La patrulla estaba compuesta por dos miembros de MarViva ( Stanley Canales, el capitán del barco, y Miguel Delgado ), además de Rodrigo Rodríguez, jefe de los guardias del parque de Coiba, y Rolando Ruiloba, director del parque y miembro de la Autoridad Nacional del Ambiente ( ANAM ) de Panamá. Pasamos el tiempo hablando sobre Coiba, las nuevas leyes de pesca y la colaboración entre ANAM y MarViva, que hasta ahora ha sido perfecta.
Y eso es bueno, porque está claro que hace falta algo así. Los guardias del parque dicen que, con el cierre gradual de los campos de prisioneros, los barcos pesqueros se fueron atreviendo a acercarse cada vez más a las costas de Coiba para practicar todo tipo de pesca: comercial y artesanal, arrastre de camarones, nasas, palangre, captura de aletas de tiburón, inmersiones en busca de caracolas,… y unos pocos meses bastaron para hacer un daño enorme. Sólo con el agotamiento de los recursos y el inicio de las patrullas comenzaron a retirarse los barcos, dicen los guardias. Ahora son muchos menos, y los guardias confían en que la cosa continúe así.
A las cinco en punto vimos delfines a nuestro lado. Había muchos, pero se quedaron poco tiempo. A las seis retiramos una boya de las que dejan en el agua los palangreros para marcar los lugares donde pescan y utilizarlas como anclas para sus líneas. Rodrigo tiró de ella y la ató al timón.
Más tarde, a eso de las siete, avistamos un barco. Ya había oscurecido y apenas si podíamos vislumbrar los contornos de un pequeño islote frente a nosotros cuando apareció una luz en el horizonte. Unos instantes más tarde había dos luces, luego tres, y de pronto, cuando yo pensaba que estaría todavía muy lejos, el barco se materializó a nuestro lado. Era un barco artesanal, de madera, muy pequeño y muy oscuro; sus luces eran tan tenues que habían confundido por completo mi sentido de la distancia. Parecía escorado sobre las aguas. De los cuatro hombres que formaban su tripulación, algunos parecían muy jóvenes y estaban encaramados a la borda del barco con sus pechos desnudos. La voz de Rodrigo se impuso a las olas y la lluvia – ” sí, tienen permiso “- y me sentí aliviada. Ahora lo sabía: Éste es el tipo de pesca que se puede practicar en el parque.
Después de eso, la patrulla transcurrió sin incidentes. Es una buena señal.